«Talento tem, o que não tem é posibilidades»

Abril 2024. Barco Ana Karoline VII.
Navegando el Río Amazonas desde la ciudad de Belém a la de Santarém


Entro en el barco que me va a llevar río Amazonas arriba durante 770 km, desde la desembocadura hasta llegar a Santarém.

Entro en un túnel del tiempo, donde la noción espaciotemporal se modifica de tal manera, que tres días parecen tres meses.  

Entro en mi enésimo hogar temporal, donde, sin yo sospecharlo, una familia numerosa me espera. Aquí todo se rige por el «é nós», que tanto escuché en mis primeros días en Brasil, en la favela de Bode. El «tuyo» y «mío» desaparecen, todo es nuestro. Hasta el limitado espacio donde dormir. Decenas de hamacas colgadas, en un intrincado increíble, donde el roce hace el cariño y crea intimidad instantánea con desconocidos. La comida se comparte. Los problemas del otro son míos también y los míos del otro. Y surge ese sentimiento de pertenencia a un todo mayor, que ya tantas veces he sentido en estas tierras. Y ahora también en sus aguas.

Salimos tres horas tarde. El transporte de pasajeros no es independiente del de mercancías. Como ya es habitual, aquí siempre todo son líneas difusas, la vida no está compartimentada, segmentada, segregada. Aquí viajamos personas, junto con kilos de harina de mandioca, palos de escoba junto con toneladas de azúcar, paquetes de mensajería, coches y hasta esculturas de iglesia. Y mucha naranja, naranja que hará demorar la partida y que nos alimentará durante el viaje. Nada se desperdicia. Cada naranja caída al suelo durante el proceso de pasarlas del camión al barco, será aprovechada.

Y cuando por fin salimos, entre la euforia de estar realizando un sueño de infancia, la saudade de estar dejando atrás Belém y todas las vivencias y personas maravillosas que allí encontré y los nervios por lo desconocido que ha de llegar, me cruzo con su mirada. Una mirada de abismo, profunda y expresiva, que transmite una luz, una serenidad y una dulzura de una potencia sin límites.

Una mirada curiosa, vivaz, ávida de conocimiento, como la de un niño que está comenzando a descubrir el mundo.

Una mirada triste y alegre a partes iguales, que transborda amor por el prójimo, a pesar de las heridas de la vida que han dejado sus huellas.

La inercia del descuido municipal, estatal, federal,
lleva a las personas a hacer cualquier cosa
para poder sobrevivir donde la violencia y
el racismo estructural van diezmando
la capacidad de autoestima de cualquiera

En medio del ambiente embriagado del bareto del barco, donde se mezclan los efluvios del alcohol y el tabaco, con la música romanticona comercial del melody a todo volumen y los jugadores de cartas, esa mirada parece fuera de lugar.

Acabamos coincidiendo en la misma mesa y jugando a cartas. Y a medida que los naipes van saliendo del mazo, se va desgranando su vida. Nacido en una favela de Manaus, donde también rige la ley del «é nós», pero donde la inercia del descuido, municipal, estatal, federal, lleva a las personas a hacer cualquier cosa para poder sobrevivir (como el rapeo de otro viajero del navío: «Catar no lixão pra poder sobreviver»[1]) donde la violencia y el racismo estructural van diezmando la capacidad de autoestima de cualquiera.

Se casó con 16 años y fue teniendo hijos, hasta llegar al, para mí, asombroso número de nueve. Y entre medias, ya estuvo implicado en tráfico de drogas, en asaltos, hasta terminar pasando ocho meses en la cárcel, por el artículo 157. Asalto.

Lo expresa sin orgullo, pero también sin culpa, sin vergüenza, como quien es totalmente consciente de que son nuestras vivencias las que nos hacen ser lo que hoy somos, y también que, a veces, cuando no hay alternativas, eso es lo que ocurre. Somos humanos. Y cometemos errores como parte de nuestra andanza vital. Somos humanos, y cuando no se ve la luz al final del túnel, la propuesta de dinero fácil, nubla nuestra visión.

Anderson es un sabio en un cuerpo joven.

36 años que parecen 72. La misma dilatación temporal que la que siento en el barco. ¿O será que fue él que la modificó?

Su rostro brilla cuando cuenta que está volviendo a casa después de pasar un año y cinco meses intentando suerte en Belém. Trabajando de todo lo que pudo y más. Viviendo hasta en la calle porque no siempre consiguió una morada donde vivir.

Un velo tapa ese brillo al explicar el motivo por el que vuelve: Samuel, su hijo de 13 años, está ingresado en la UCI por una leucemia avanzada grave. La vida maltratando de nuevo.

Cuando le pregunto por sus sueños. Me responde, también era viajar, incluso conocer otros países. Habla en pasado. Como si ya no fuera posible.

Algo se me retuerce por dentro. Una mano me agarra el estómago y va girando hasta desgarrar el esófago, la tráquea y todo lo demás. ¿Cuantos millones de sueños son destruidos en este país por la injusticia, la desigualdad, la indiferencia? ¿Cuántos millones de personas viven sin perspectiva, sin ilusiones, solo para poder sobrevivir por falta de políticas públicas que mejoren la educación, las condiciones de vida, que acaben con la explotación laboral?

¿Cuál hubiera sido su vida, si Anderson
hubiera nacido en mi lugar? ¿Cuál la mía,
si yo hubiera venido al mundo en el suyo?

Anderson sabe hacer de todo. Es una caja de sorpresas. Desde construir casas y barcos, hasta pintar uñas, desde hacer ganchillo, hasta cocinar, desde arreglar aparatos rotos hasta dibujar. Y aprende todo con rapidez. En tres días, aunque dilatados, de convivencia con gringos, como llaman aquí a cualquier extranjero, ya está chapurreando palabras en inglés, en francés y castellano.

Como él mismo dice «a gente talento tem, o que não tem é posibilidades».[2]

¿Cuál hubiera sido su vida, si Anderson hubiera nacido en mi lugar? ¿Cuál la mía, si yo hubiera venido al mundo en el suyo?

Me conmuevo. Me revuelvo.

La meritocracia es una falacia.

Si fuera realmente el mérito lo que nos hace «triunfar» en la vida, está claro que Anderson sería el gran triunfador. Lo que ha tenido que pasar solo para no morir por el camino es de lejos mucho más de lo que cualquier hombre o mujer «de éxito» experimentará en toda su vida.

Y la mayor lección no es esa, es que a pesar de todo, mantiene amor y fe en su corazón, y la humildad y generosidad como ejes centrales de su caminar. Mantiene una chispa alegre, una sonrisa ancha, y un sentido del humor que trae levedad allá por donde sus bromas pasan. Mantiene una mirada atenta a las necesidades del otro para echar una mano si hace falta, o compartir su pedazo de pan.

Mantiene viva la llama de la esperanza.

Eso sí son lecciones de humanidad.

Eso sí es mérito.


[1] «Buscando en la basura para poder sobrevivir». En realidad un lixão es un vertedero, y aquí es común que el servicio de separación para reciclaje lo hagan personas necesitadas, como el chico que me compartió su rap, buscando en el vertedero papel, metal, plástico para luego venderlo a las empresas que efectúan el reciclaje.

[2] «Talento tenemos, lo que no tenemos son posibilidades» (para desarrollarlas, se sobreentiende).

Iara Jiménez Tuzzi
@iarita.jt
(Brasil)

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